Entré en la atmósfera irrecuperable del '70 por obra y gracia de mi tía María del Carmen. Bautizadas bajo la bendición de una metáfora continuada con la cual, a la manera de un conjuro, los recién casados intentaron alejar el recuerdo del primer fruto de su amor, una bebé muerta de meningitis a los seis meses, la mayor de las hermanas nacidas con el mismo apellido, seguida con un año de diferencia por María Estela, María Inés y María Adriana, siempre fue -al decir de mi madre- un caso aparte.
Ejerciendo los derechos que le otorgaba su capitanía en relación con sus hermanas, "Kika" gastó todos los ahorros de su cumpleaños de quince en un toca discos Ken Brown. Los pocos pesos ahorrados mediante astucias de adolescente y otros tantos que mi abuelo había alcanzado a separar de su sueldo como empleado en una aseguradora y planeaba disponer para el agasajo de la mayor de sus cinco hijas, toda la suma habían ido a parar a ese aparato que, junto con dos pilas de discos de música complaciente, me permitieron en 2003 asomarme a los años '70 y, de paso, me sacaron de una depresión que empezaba a impedirme pensar, enamorarme y leer.
El empleado de la tienda de artículos para el hogar fue lo
suficientemente inteligente para volver literal aquel dicho que reza "hombre prevenido vale por dos": el prozac que llegaría para calmar la
furia de mi abuela traía envuelto en un empaque oscuro letras plateadas con el nombre
Denis Roussos.
Había emprendido un viaje para estudiar lejos de casa sabiendo que sólo contaría con un grabador en el placard. Sin embargo, la desposesión total a la que me arrojó la aventura universitaria hizo que fingir, esperando el momento propicio para robar la púa que necesitaba, y rebuscar con cara de interés viendo pasar el mediodía entre los tocadiscos viejos del cotolengo Don Orione, se convirtiera en mi plan preferido durante varios fines de semana.
Un saco azul y un plan fugaz era todo lo que entonces podías desear tener. Desde la tarde que subí al subte arrastrando dos cajas con los brazos envueltos en una maraña de cables, los vecinos debieron resignarse frente al inusual alboroto que suponían
dos bafles
interrumpiendo el silencio piadoso de la siesta. Recuerdo que compré
por cinco pesos el disco con ilustraciones de Escher de Invisible a un
tendero judío del barrio de San Telmo.
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