En Pehuajó, el pantano maravilloso que recorrí en
las tardes veraniegas de mi infancia, fatigando los pedales de una bicicleta roja
contra los farallones de los terraplenes de contención de "La Salada",
se vive pensando que la ciudad, más tarde o más temprano, terminará totalmente
tapada por el agua. La indiada que compartía el salón de clases sabía el origen
etimológico del “Estero Profundo”. Por eso, con una coherencia glaciar, nos
aburríamos estirando el momento de ponernos a estudiar, retardando cuánto nos
fuera permitido el período de evaluaciones.
Ya en esa época, (habrá un nombre latino pero
entonces yo no lo conocía) el espíritu del lugar quería que, ante determinadas
situaciones, frente a manifestaciones (muchas veces climáticas) muy puntuales,
muy íntimas, yo me enfermase.
¿Ganarle a mi primera novia los cincuenta metros
espalda y condenarme a los besos fríos de una medalla dorada o sonreír con el
disco plateado saboreando anticipadamente los besos con chicle que tapaban el
sabor a cloro en el gabinete donde se guardaban los andariveles? La otitis
resolvía la disyuntiva, logrando que me sintiese heroico. Era imposible distinguir,
entonces, si la agitación era provocada por la fiebre y el dolor de cabeza o por
la convulsionante evidencia de saberme enamorado. ¿Enfermo de amor? Otitis,
simplemente eso.
Termino de tragar la pastilla con la que pasé la
barrera de la primera semana firme en mi negativa de utilizar un termómetro. ¿Para
qué, si de tres a cuatro de la mañana sudo mares y amanezco casi en el suelo? Necesito inventarme un recuerdo, con olores
fuertes e imágenes vívidas, un monstruo que me de miedo y me cuide mientras reposo y me recupero. El problema es que, desde hace un par de semanas, "me puse" facebook y todo parece empeorar.
1 comentario:
Que rico esto, hace mucho que no te leía
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