Escribí de un tirón en plena madrugada un
cuento con niños matando sapos a palazos. Por la mañana, se taparon los caños del
baño y se inundó todo el pasillo. Creo en las coincidencias pero seguí
trabajando sin alarmarme; tapado entre diccionarios desenredo las etimologías
de un manual latino de geología.
La necrocinesis
sería el camino post mortem seguido por una forma de vida y mi texto – pero
entonces yo no lo sabía- manipula las fuerzas terrestres para cincelar un resto
fósil.
En el relato un niño que lleva mi nombre está
encandilado viendo llegar colibríes, llegan para tomar agua en el arcoíris que
se forma con la presión del pulgar sobre la boca fofa de la manguera.
En la hora sin sombra estaba buscando ratones
entre las cañas de las tomateras para darle de comer a mi lechuza, recorría los
surcos resecos por la luz del mediodía y encontré, sobre un ladrillo colorado,
el brillo de un colibrí sin vida.
Tienen el nido cerca, jamás nos preocupamos por
saber exactamente dónde, nos basta con sentir sus aleteos mientras tomamos
mates con bizcochuelos junto a la pileta. No obstante, me entristeció el
hallazgo; leído a la luz de mis trabajos recientes el episodio no deja de
teñirse de un cariz funesto. Si al menos hubiese terminado mi curso de taxidermia,
la anticipación que me somete como mero testigo…
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