El vestido rojo sangre de la pálida Beatrice

¿Qué hace la poesía con el amor, el deseo, qué puede soñar que hace sino escapar de la muerte, como una filiación con las imágenes de lo que simula perdurar en signos familiares o extranjeros? Pero el amor, en el fondo, en la fibra frenética y vibrante, desea morir, porque si no, ¿cómo vendrían otros, cómo seguir amando o despertando amor en la inmovilidad?

Dante, para volver a él, pensó que debía eternizar el amor, pero no hizo una religión sino un poema. Y el detalle de la primera visión, el vestido rojo sangre de la pálida Beatrice, indica como un emblema el aviso quemante de la fugacidad, el ser mortal que sólo puede amarse, sin esperanza. Porque aunque amemos a alguien que vive con nosotros toda la vida, estas ínfimas, saltarinas décadas que llamamos vida, aun así, no alcanzamos a ver sino por instantes un aviso del fin, no conocemos, no sabemos nada.

En un mail pleno de enigmas sobre el amor, el poeta Arturo Carrera me decía: "Es cierto, los poetas no quieren que los olviden." Y desde el origen, los poetas aman sin saber, porque saber que se ama sería aceptar la muerte antes de tiempo, aceptar una abstracta eternidad de carrusel celeste sin mirar a la chica que pasa por una calle de Florencia en el año 1274, a los ocho años y cuatro meses de edad, cuando Dante ya ha cumplido nueve. "Apareció vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, sanguíneo, con el cinto y el tocado adecuados para su jovencísima edad... Y Amor se apoderó de mi alma y empezó a ejercer tanto dominio y tanta maestría sobre mí, en virtud de las concesiones de mi imaginación, que me avenía a cumplir todos sus requerimientos. Muchas veces me ordenaba que tratase de ver a ese ángel de extrema juventud y yo, en mi niñez, muchas veces la busqué y la veía moverse tan noble y loablemente que se podía decir de ella la frase del poeta Homero: ‘No parecía la hija de un mortal sino de un dios’." Tal es, más o menos, el comienzo de la "vida nueva", fabulosamente precoz.

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