Toda la tarde la pasé practicando ritmos de respiración sub-acuática con un equipo de snorkel que creía inutilizable pero resultó que funciona bien. La noche estaba cálida pero era miércoles y Marta y el papá de Griselda amenazaban con caer de visita de un momento a otro. Debía planear una salida rápida.
"El Castillo Vagabundo" es un bar donde lo más rico que uno debe pedir, en el folio de una improbable lista de tragos fotocopiados, para no intoxicarse, es ginebra con jugo de mandarina. Pensaba ir ahí a estarme un rato esperando para ver quién caíga (sabiéndome, tras el cuarto vaso, primer candidato de la lista) pero llamaron cancelando la invitación y me quedé en casa. De paso, alcancé a cenar algo antes de ir a otro bar, tan horrendo que siguen pasando canciones de los piojos. Inútil seran siempre las sonrisas y la generosidad, no entienden que las propinas son, justamente, para que ese tipo de cosas no ocurran nunca o, al menos, con el tiempo, dejen de ocurrir.
No quedó más remedio, entonces, que salir entonados a sentarse en la vereda, zafándonos de los gritos del tarambana que canta como saltando en una bandeja de estadio de fulbo gracias a que el equipo de audio no llega hasta las mesas que dan a la calle.
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