Mary and Max

Al entrar rechazó inmediatamente la hamaca paraguaya que cruza mi habitación. El último recital metalero le había dejado el recuerdo de una horrible contractura en la espalda. Recostada en la cama, me advirtió, si alguien va a salir corriendo, vas a ser vos. No sé, ojalá algún día puedas entenderme. Te sorprendería, le respondí, lo que soy capaz de comprender, tolerar y soportar. Creo que fue entonces que me besó.

La segunda vez que nos vimos insistió en su idea de regalarme un pez. Se llamará Henry, dijo peinándose contra el reflejo de una pecera enorme, desbordante de luz violeta. Sonreí acariciando su espalda. No le dije que ya en nuestro primer encuentro, incluso antes que ella soñara su transformación en una indecisa actriz de la nouvelle vague bailando alucinada bajo los efectos del Valium, yo había entendido, si no todo, lo necesario.
Confesándole mi ingobernable atracción hacia las mujeres altas con flequillo negro (ella era misteriosa y eso me atemorizaba, me gustaba hasta perderme), yo creía participarle que había captado lo que ocurría.
La manera que eligió para animar su historia fue increíblemente tierna. Quizás por eso, conservo sus secretos y los poemas donde los encantaba.   

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