Trabajo de amor perdidos
Lo
que parece estar próximo, por lo común está muy distante. El arte de la
miniatura encontró su período expansivo hacia el siglo XVI como una de las
formas más tímidas con las que parecía posible recrear totalidades cerradas. Entre
otros, la época asiste al descubrimiento de la iconografía sentimental de la infancia.
Destinada
en un primer momento al divertimento de los más pequeños, la miniaturización
será la estrella guía que permitirá a las personas grandes fijar una
determinada imagen de (sí mismos en) la infancia. Adaptada a los límites
mundanos de un pequeño decorado, en la furia expansiva de la época se adivina
el signo que permite dimensionar una renuncia. La prefiguración plástica que
olvida, o deliberadamente pasa por alto, el asombro y lo novedoso de un mundo
en miniatura intentará disponer del Universo según reglas con las que incluso
(en primer lugar) los más seres pequeños deberán aprender a articular cada uno
de sus movimientos.
Con
maquetas que trazan a escala universos paralelos, en los que parece posible
trasladarse imaginariamente en busca de escenarios utópicos, nos tienen
enseñada la invención sin reposo del deseo. En esta dirección, el empecinado
afán con que los adultos encapsulan a los niños terminará asimilando la
miniaturización con la serie conformada por las labores manuales, los juguetes
y los pasatiempos con los que se enmadeja a los niños (sujetos privilegiados de
lo maravilloso) en los esquemas de organización productiva en los que la normalización de las funciones sociales les
tiene reservadas las primeras filas.
Inquietos
y desacompasados, somos como el aprendiz inseguro y apocado que ha olvidado la
palabra mágica que permita desarticular la ambigüedad entre lo viviente y lo
inanimado. Sin reconocernos, el autómata en el que vamos camino de
transformarnos se nos presenta todavía como un objeto surgido de una ilusión,
que parece responder a un deseo de evasión y, al mismo tiempo, al anhelo de
confiar en lo maravilloso a sabiendas de la oscura tendencia a querer ser
engañados.
En
este sentido, la curiosidad y el desencanto podrían llegar a ser la última
línea de defensa que desarticule las argucias a las que recurre la sociedad
para intentar permanecerse lo más parecida posible a sí misma.
Acaso
porque la infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del
mundo, con combatividad y no sin sufrimiento, ensayamos el marcado de caminos
nuevos. Como un resorte que nos impulsa hacia el futuro, la verdadera
dificultad consiste en suspender la sensación de desconcierto, mitad miedo y
pérdida del equilibrio; mitad disimulo y extrañeza, que nos empantana haciendo
que con cada paso intentemos volver la mirada hacia atrás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario