PENÉLOPE A ODISEO. Cartas de las heroínas, Ovidio.





Esta carta te la envía Penélope, insensible Ulises, pero si del antiguo amor algo te resta, no me respondas: ¡vuelve tú en persona a reunirte con quien en Frigia has olvidado!
Ya cayó Troya, ciudad que a las damas griegas fue odiosa porque era impedimento para su sosiego. Érales horrible y espantosa, cierto. Pero ni Príamo ni Troya merecían tanto daño.
¡Ojalá que mientras cruzaba el mar con su barco Paris el adúltero se hubiera ahogado en una furiosa tempestad! Entonces, no me habría quedado postrada y fría en la cama que dejaste, ni me quejaría de lo lentos que se me hacen los días aquí abandonada, ni el paño que cuelga del telar habría cansado mis manos de viuda intentando engañar las largas horas de la eterna noche. ¿Cuánto por ti no he temido? El amor está lleno de angustias y de miedos.
Trasportada en mi imaginación al sitio de la contienda, el nombre de Héctor bastaba para ponerme pálida. Supe que Patroclo mora ya entre los muertos. Cada vez que asesinaban a uno de tus compañeros, el corazón de enamorada se me helaba en el pecho.
Hace ya mucho tiempo que Troya fue convertida en cenizas. Confío que estarás a salvo, el Dios Amor quiso proteger mi casta amistad mientras las murallas eran destruidas. Ya humean con incienso los altares, ya en los templos se cuelgan los famosos trofeos y despojos militares. Las damas, viendo libres sus esposos, los festejan oyéndoles contar casos espantosos. Pero mi alma no puede impresionarse todavía por el relato que los maridos hacen de los sucesos de la guerra. En los banquetes no falta quien sobre la mesa pinte los encarnecidos combates pero son esas imágenes las que avivan el fuego en que por ti me quemo.
¡Te atreviste a entrar en los cuarteles durante una emboscada nocturna, y a masacrar de golpe a tantos hombres! Estos sucesos, por tu ardid y audacia perpetrados, padre del descuido y del olvido, los supe de Telémaco mi hijo. Mientras yo oía tus empresas bravas, el corazón no me dejó de palpitar hasta que me contaron que resultaste ileso y victorioso.
En un tiempo, eras mucho más prudente y no te olvidabas de mí.
¿Pero a mí de qué me sirve saber que Troya fue destruida y su gente muerta, y sus muros hechos pedazos, si sigo estando sola, tan ausente y sin marido como durante la guerra, cuando Troya resistía? ¿Viuda he de vivir eternamente, privada de mi marido para siempre?
Ya los arados despedazan los cráneos mal sepultados de los guerreros, las hierbas esconden poco a poco las ruinas de las casas. Para las otras mujeres Troya ha perecido, se volvió cenizas. Solamente para mi vive todavía, sigue en pie si tu no estás aquí, ni puedo saber por qué tardas, o en qué parte del mundo te escondes, hombre sin corazón.
Si acaso una nave peregrina llega hasta nuestro puerto, por ti pregunto. Ciega me dejan las lágrimas que vierto escribiéndote cartas como ésta, que mis manos temblorosas confían a los marineros por si llegan a oír de ti o te encuentran.
He recorrido los reinos vecinos buscándote, y no ha sabido nada. ¿En qué sitio te escondes, en qué ignoto país vives, insensible? Sería mejor que Troya continuara aún en pie, porque entonces sabría en qué sitio te encuentras (lo pienso y mis propios deseos me irritan) y podría compartir mi llanto con el de otras muchas. Incluso en el infortunio es dulce la compañía.
¿Qué temo? No lo sé. La pena, el sobresalto, la agonía me enloquecen. Todo me da miedo. Todos los peligros que encierra el mar, todos los peligros de la tierra, se vuelven posibles causas de tus retrasos.
Puede que, con esa liviandad tan tuya, tan masculina, ya seas esclavo de un amor extranjero. Pienso que en vuestros trances amorosos, dirás a tu nuevo amor lo ingenua y rústica que era tu antigua esposa, que sólo sabía cardar la lana y la única finura que poseía era un tejido que no se decide a concluir.  
Ojalá me equivoque y el viento se lleve mis reproches. Ruego que sea falso cuanto imagino, que estando libre para volver tu confianza se iguale con mi firmeza. Estando libre del adulterio, yo espero amor que mis tormentos abran a tu vuelta algún camino.
Mi viejo padre me exige que abandone mi cama de viuda y no deja de maldecir tu incomprensible demora. ¡Que maldiga todo lo que quiera! Soy tu mujer y así han de nombrarme: “yo, Penélope, seré siempre la esposa de Ulises y sólo suyo ha de ser mi pecho”.
Mi fidelidad y mis pudorosos ruegos ponen fin los reproches de mi padre pero no impiden que me rodeen en tropel libertinos patéticos y arrogantes. Pretende cada cual ser mi marido, tienen por casa tu paterno nido, disipan y destruyen tu hacienda y tu riqueza. Me acosan, pretenden darme órdenes en tu palacio. Destrozan tu patrimonio y con él mi corazón.
Hasta el mendigo más ruin nos hace sentir indefensos. Tu esposa, una mujer débil, Laertes, un anciano, y Telémaco, un niño, ninguno de los tres tiene fuerzas para restablecer la justicia y la felicidad en el palacio. ¡Tienes que venir tú!
Tu padre, viejo, flaco, lleno de años, retrasa su última hora tan sólo para que seas tú quien le cierres los ojos en la despedida. Ven y castiga a los traidores. Un hijo tienes, Telémaco, falto de experiencia, un pequeño que todavía sonríe pues tengo su crecimiento perdido por mil engaños. Mi alma que en amarte se emplea, muchacha cuando la dejaste, cuando vengas la encontrarás afligida y cansada, irremediablemente vieja.

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