Jamás le contaré cuánto me aburría, pensó. Y entonces descubrió que había comenzado a extrañarla. Ya no irían a recitales, quizás la opción más estimulante de todas las cosas divertidas que en verdad nunca se habían comprometido a hacer juntos. Tampoco podía estar seguro si ella estaría dispuesta a ayudarlo cuando quisiera pintarse naranja en las ojeras antes de salir.
Ella tenía un gato que a él no le disgustaba especialmente pero ayer, al quedarse dormido sobre uno de los sillones de mimbre del patio había creído reconocer aquellos ojos verdes mirándolo. ¿Había sido ella quien le había regalado el nombre para sus temores? Resto diurno, no pasa nada... En cambio, dijo ella retomando el tema en alguna oportunidad, yo me pintaría dos medialunas celestes grandes hacia arriba de la frente, con un trazo negro que las delimite. Y los labios en forma de corazón y muchos anillos, pero sólo para estar en casa, para salir no los llevaría.
Nada lo impacientaba más, podía incluso tolerar la impuntualidad con la que lo había desorientado en las primeras salidas, que los mensajes sin respuesta. Que los hiciese suyos y los retuviera. Sentía cada instante una fuerza irrefrenable que tarde o temprano desembocaría en un reacción nerviosa, ¿él lo hubiese dicho cómo?, de la que conocía muy bien las consecuencias.
El problema, pensó, es lo que no desemboca. Y volvió a soñar con gatos.
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