Con refrescos y algodón de azúcar, Mademoiselle X- nos invitó a recorrer las lonas de los camarines para obtener los autógrafos de nuestros nuevos artistas favoritos.
- Por el asunto del trailer es mejor que esperen a Jules. Él les sabrá explicar mejor. Lo llamaron del pueblo. Los volantes anunciando nuestra próxima función ya están listos pero el siempre se asegura, sin publicidad es difícil atraer al público.
- Por el asunto del trailer es mejor que esperen a Jules. Él les sabrá explicar mejor. Lo llamaron del pueblo. Los volantes anunciando nuestra próxima función ya están listos pero el siempre se asegura, sin publicidad es difícil atraer al público.
Jules podía haberse distraído buscando comida para los animales y tardar todavía un buen rato en volver. Por el diario, sabíamos que era el gerente de la compañía. No lo conocíamos personalmente pero en el último tiempo habíamos estado siguiendo con expectación la lectura de sus conferencias por la radio, nos gustaba pensar que formábamos parte del círculo secreto de sus admiradores. Aun tratándose de una comunidad improbable, ninguna agrupación se había declarado partidaria de sus enseñanzas, esa falta en los registros oficiales sustentaba nuestro pasatiempo con el sentimiento de pertenencia que convocan las entidades inexistentes en la realidad.
Mademoiselle X no recordaba el sitio donde podían estar guardadas las llaves pero nos contó que desde hacía mucho tiempo el carro representaba un gasto extra en combustible ya que lo usaban en contadas ocasiones. Una tranquilla ubicada en la guantera permitía separar el respaldo del acompañante liberando el acceso a la parte trasera del vehículo. El mecanismo, sin embargo, requería de una segunda llave, dado que la diminuta puerta interna no se abría a menos que la puerta lateral estuviese igualmente destrabada. Era un pesado sistema de relojería, muy simple en su funcionamiento, construido a pedido con partes recombinadas del sistema de arranque de las viejas camionetas Ford.
Las paredes y las chapas del techo se unían en un riel que completaba toda la circunferencia del vehículo. Adentro, el polvo adherido a las ventanas parecía custodiar el tiempo que la puerta del remolque llevaba sin que nadie la cruzara. Vicente se había acercado e intentaba describirnos lo poco que podía entrever a través de las ventanillas de ventilación.
Sobre uno de los laterales, en un cartel pintado en verde y celeste, tres letras de madera pendían entregadas desde hacía tiempo a los tratos caprichosos de la intemperie.
- No es “suerte” la palabra que se forma con las letras faltantes. Y no podría serlo nunca porque penas, sólo desgracias y penas fue lo que esa mujer nos trajo.
Había estado frotando sus manos con polvo de colofonia. Dejó pasar un momento de silencio en el que pareció reconsiderar lo que había dicho y luego dibujó con sus manos círculos blancos sobre nuestras narices. Ahora están protegidos, dijo sonriendo, y señaló las letras S, T, E que, descascaras como estaban, seguían alterando la expresión de su rostro. Como si a través de las maderas caladas con un nombre ilegible alguien pudiera oír sus comentarios, alguien agazapado en ese trailer que con los años no podía sino haberse vuelto frío y, sobre todo, silencioso.
Yo hubiese creído, pensando en el efecto que los consejos pudieron haber tenido en los clientes, que anunciando la videncia natural de Mme. Sotie, el cartel procuraba ofrecer una señal clara para contener la impaciencia de quienes llevados hasta allí por la intriga o la preocupación, eso nunca se sabe, rodeaban el carro aguardando el turno para conocer, a tantas palabras por monedas, la fortuna en una economía tan rudimentaria como antigua.
La consulta no tenía un precio fijo pero el ruido de las monedas cayendo en el cofre que se tendía al consultante en la antesala de la entrevista delataba la generosidad con la que el interesado consideraba el caché de la vidente; un incentivo extra para la bonanza de los hechos futuros que el destino le deparaba. Lo que suele llamarse la suerte de una persona una artista del tarot lo transformaba, mediante un sistema de coincidencias, anticipaciones y confirmaciones, en una charla un poco misteriosa que revelaba una preocupación por el tiempo.
Hubiéramos querido conocer más detalles acerca de la dueña del remolque, pero los domingos la compañía ofrecía doble función y el lugar donde estábamos conversando pronto se llenó de niños que ensayaban por última vez sus números. Cinco de ellos entrelazaban sus patines en una forma orgánica de piel, metal y tablas de madera que proyectaba en el techo de la carpa la silueta inconfundible de un elefante.
Durante la presentación de la tarde, habíamos presenciado el instante en el que uno de los pequeños casi pierde el equilibrio y aunque sus caras eran tristes a causa del ritmo extenuante con el que ejercitaban sus cuerpos todavía en crecimiento, el instructor que los guiaba se mostraba igualmente enfadado y molesto.
Los acróbatas habían resuelto el incidente sugiriendo el movimiento que realiza el animal al sentarse. Los músicos comprendieron en el acto el movimiento y acompañaron el efecto improvisando una entrada de vientos que sugería una reverencia. Desde un costado de la pista, el instructor se reconoció en nuestras caras de miedo pero guiñó un ojo y saludó inclinando la cabeza cuando comprobó que la figura se reincorporaba.
El momento de tensión coincidió con la salida del Sr. Cotard de la carpa. ¿Aquello había sido un error simulado para aguzar la expectativa del público o simplemente se trató de un desliz que sólo por milagro no terminó en tragedia? Es probable que de haber creído en la gravedad de lo que veía, y la gravedad era un factor importante porque los patines rodaban sobre dos vigas elevadas cinco metros sobre el suelo, Jules Cotard no se hubiese retirado hasta saber cómo se resolvía el incidente. Tampoco nosotros supimos ponernos de acuerdo.
Vicente mostraba la actitud de quien piensa que todo forma parte de un truco pero él siempre cree que las cosas están arregladas. Sólo una persona entre el público no estaba mirando lo que sucedía en la pista o, si vio lo que pasaba, de todos modos era lo mismo porque nunca se sabía bien qué opinaba. Al menos a mí me daba trabajo entenderlo.
Ninguno de nosotros pudo precisarlo pero todos adivinábamos que en el circo, aún si no fueron planeadas, las cosas siempre se saben, sin importar cómo se sabe aquello que se sabe. ¿Será eso lo que llamaban el oficio?
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