“El tiempo pasa y pasan las generaciones y nada, ni sus huellas, dura y es cierto.” La cita remite al epígrafe elegido por Luis María Pescetti para abrir su último libro. Corría el año 1956, Octavio Paz y el erudito japonés Eikichi Hayashiya aunaban labores para traducir Oku no Hosimichi (Sendas de Oku) de Matsuo Basho (1644-1694). Compuesto por veintidós notas de amor, en el libro ilustrado Cartas al Rey de La Cabina se adivina un cuaderno en el que la escritura discurre siguiendo el desgarro etéreo de una voz femenina.
¿Estar o no estar contigo? Esa sería la pregunta que nos da la medida del tiempo; los enamorados lo saben. “Quiero que sepas que te mentí y que tengo aún menos de los que te dije./Tengo cinco años. Tengo tres. Mi abuelo me lleva de la mano a la escuela. Estoy en el vientre de mi madre. ¿Y a ti que te importa? ¿A quién se lo debes?” (p.51). En las cartas, la separación se dispone en verso y la escritura de Paloma remite a las cartas rusas, en las que las frases nos recuerdan que la poesía podría ser el envés de un pasatiempo. Ante el horror de vivir en la vacuidad de lo sucesivo, la espera de una carta sume al lector en la calma alerta de quien aguarda el truco que nos permita abolir el tiempo. “Te juro, Querido rey, que no soy yo quien te escribe,/que es la línea azul que me cuenta sola/con su serpiente azul y parlanchina” (p. 82).
Tal vez, porque forman parte de una distracción, de una diversión elegante, en el diseño del libro, las ilustraciones compuestas por el propio autor han sido situadas no en la zona de enfoque sino en el territorio de la página donde la mirada del lector tiende a emborronar los contornos de los objetos que reconoce, incluso cuando no repara en ellos. Si nos concentramos en los poemas, el fuera de campo de la ilustración formaliza la correspondencia entre aquello que los ojos miran (y aquel a quien ya no ven) y lo que las palabras dicen. En tanto las cartas versan acerca de dos amantes distanciados, la sintaxis texto-imagen encuentra su realización mediante un desfasaje.
Como un pájaro malherido que se arquea hasta transformarse en un pez koi, ondulándose. Igual, la lectura a la que convoca, con su aparente simplicidad, el haikú de Basho.
Acaso los males que aquejan al corazón conlleven siempre una disfuncionalidad perceptiva. Como en el caso del célebre libro de Basho, Cartas al Rey de la Cabina puede leerse como un diario de viaje, al mismo tiempo que como un “registro hemianóptico” de una relación amorosa. Aunque pueda parecer paradójico, el resultado final es lógico. Avanzando en la lectura de las veintidós cartas, las imágenes compuestas por el propio Luis María se deslizan en las hojas escapándose hacia la zona difusa que, con el foco puesto en las letras, el rabillo del ojo apenas entrevé. Al ir pasando las páginas del libro, el lector se sobresaltará cuando descubra que el registro en imágenes de la historia de amor, todo lo que se espera encontrar en la centro del campo visual, los personajes con sus escenarios y la utilería de las ciudades con sus torres de ventanas iluminadas y sus cementerios de carros, incluso los paraguas emborronados por la lluvia, todo lo que compone chipchukuchip, chip, chuchuchikchip.
Sucede igual que en los libros-álbum. En la relación entre texto e imagen, la intermitencia entre libertad y necesidad cifra la suerte del artificio literario. En este sentido, Carta al Rey de la Cabina sería un libro que recuerda, a la manera de estampas japonesas, los álbumes donde se despliegan paisajes.
Entre la ciudad faro en la que pervive la biblioteca a la que el autor remite: México, donde la violencia armada torna las sensaciones (la palabra exacta es kokoro) en tétrico sensacionalismo; y la ciudad en la que el lector contempla el libro: Buenos Aires, donde las torres de apartamentos se inflan como burbujas por el mismo viento que arrasa sobre los asentamientos donde tiene su parada la línea del colectivo 12, que recorre la ciudad trazando el sendero norte-sur, suspendido entre esas coordenadas chipchukuchip, chip, chuchuchikchip.
El intercambio de cartas busca en las ciudades el microcosmos de la inmensidad espiritual de los enamorados. La protagonista conserva, de la época en que por obra y gracia del amor supo ser una princesa, un nombre propio sumamente significativo. Olvidemos el libro y miremos las cartas; dejemos aparte las cartas y concentrémonos en las imágenes. Olvidando las imágenes, intentemos comprender los altibajos de Paloma. Cuando los discípulos del anacoreta procuraron una rústica cabaña para su maestro, uno de ellos, obsequiándole un bananero (芭蕉, bashō), le ofreció junto con la planta el nombre con el que hoy lo conocemos. La enamorada de nuestra historia responde al nombre de Paloma. Sus cartas se remontan hacia un rey que las lee encerrado en la pequeña recámara de una grúa de construcción. “Te ofrezco (topo de las alturas)/yo/que veo/el lado de abajo(…)/las líneas que trazan las ruedas de la bicicleta/te propongo/llevar mi cámara de mano, a cada lado que vaya/(¿con un casco en mi cabeza?)/y filmar el mundo/para que llegue a la pequeña televisión de tu grúa/ en blanco y negro” (p.39).
Las hojas guardas repiten en tresbolillo irregular la silueta de un hombrecito escondido bajo un paraguas mientras la lluvia va lo transforma en copos de tinta. Como si hubiese querido iluminar las claves de su trabajo, en una nota reciente Luis María Pescetti indicaba: “Es un libro que empecé en México y en época de lluvia, en julio. Venía de leer una obra de John Berger y ya tenía dada vuelta la cabeza con unas canciones de Chico Buarque donde tomaba la voz de una mujer. Una cosa me llevó a la otra y así surgieron estas cartas de amor en la voz de una mujer.” (Tiempo Argentino: 15 de Enero de 2011).
En relación con la obra del autor, ningún inventario bibliográfico disculpará al lector de la tarea de aplicar su curiosidad y su entusiasmo para descubrir la prolífica y multifacética carrera del artista (títeres, canciones, obras de teatros, libros, muchos, y bellos, libros). Apenas una sugerencia: entre los videos del programa Bizbirije, emitido en México por Canal once y disponibles en youtube, imperdible la canción del Vampiro Negro, en la que Pescetti juega a acompañar su guitarra con un engañoso tono de voz que parece homenajear al monumental Chabelo.
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