El amor, se sabe, será en todos los tiempos una tarea desorbitada. Todo lo que de los ñoños sabemos revelaría un personaje incoherente si no conociésemos el secreto de sus contrastes y de sus virajes. Es imposible figurárnoslo de otra manera que como a un jugador para quien la vida, bajo cualquiera de sus formas, no habrá sido nunca otra cosa que un vasto tablero donde desparrama las riquezas y los trucos de su inteligencia. Y dado que pertenece a la legión inconstante de los jugadores entusiastas que pretenden encerrar el azar entre sistemas y cálculos, toda su carrera se circunscribe a una serie de desastres sorprendentes.
Teniendo en cuenta los pocos actos que sería posible atribuirles con un grado ínfimo de certeza, podrían parecer intrigantes y cínicos, lábiles y sin escrúpulos, pero sus cartas y sus notas íntimas muestran a los ñoños como seres diferentes, para quienes el juego encarna el gran desafío, al punto que aplicaban con naturalidad métodos de especulador y estratega en la conducta de su propia vida. Parecen personas. Sin ellas y con quienes resultaría imposible vivir, no porque muestren un carácter despótico o ameno sino porque a todo el mundo causan la viva impresión que nos sobreviene al encuentro en mitad del bosque de una alimaña por demás extraña, que vale más y, al mismo tiempo, menos que el sucederse acostumbrado seguido por el resto de los seres que componen la vida.
Al desconfiar de los montajes habituales de la sentimentalidad pedestre, tienden a buscar otras representaciones que los ayuden a participar sus sentimientos. Con desvelos que nada tienen que envidiar a los glamorosos arrebatos pasionales de Ed Wood, escribía a su novia Roberto Arlt cartas soldadas en sus detalles más íntimos con piezas salidas del cajón de sastre de un ñoño aficionado a los impossibilia que condicionan el movimiento perpetuo y, por lo mismo, disponen el alma del escritor más ñoño del canon para captar los destellos y los chispazos nacidos de circuitos y electroimanes mal conectados.
Queridísima amiga, auténtica y querida amiga,
Por fin solo, para poder charlar con usted. Son las diez de la noche. Cuando me separé de usted fui al diario. Tuve que aguantarme un poema chirle que me leyó un amigo. Algo tan lamentable que no tuve el valor de decírselo. Luego me fui a casa. Charlé un poco con varias personas de la pensión, me contaron de un casamiento con unos líos. Yo escuchaba un poco en Babia. Pensaba en usted, aunque éste no es el término que debo emplear; en realidad seguía en su compañía. Me he apresurado a meterme en la cama y desde la cama escribo, con un codo sobre la almohada, la cara sobre una mano y un bulto de carillas...
compartiendo su cansancio por el fuego con el que ambos enfrentaban tempestades de arcos voltáicos y pulpos de ensueño moviéndose entre cubos de portland que amenazaban con derrumbarse como pesadas planchas de zinc.
(…)
Usted llama amistad a esta intercomuniocación. Yo la llamaría sensualidad perfecta. Escúcheme, querida, muy querida. La he tomado de las manos para que no hablara y me dejara hablar a mí. La sencualidad no es una fuerza que se traduce y manifiesta especialmente a través de los órganos sexuales. La sensualidad es una fuerza en sí, como la corriente eléctrica. Enciende una lámpara y calienta una plancha, y pone en marcha a los tranvías. Cuando nosotros, equlibradamente nos estamos comunicando con sagaz precisión hemos desviado la corriente de la plancha al ventilador. ¿Está claro? La prueba está en la fatiga corporal, "sobresaturación", a que nos referimos.
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