Hallarás tu nombre






"never eat anything
bigger than your head"


Todavía no había visto Coraline, el prólogo de Alice... (la película de Burton). Nada más necesitaba que me decidiese a descender en las catacumbas. Sin embargo, siempre que me regalan un libro dejo pasar un par de años antes de leerlo. Es un hábito molesto que empezó con La historia sin fin, que leí en un estado de honda tristeza, bajo una disciplina impuesta a base de reproches por no haberme engolosinado inmediatamente con el relato.

The Graveyard Book no fue la excepción. Quizás se deba al hecho de que han sido regalos sin dedicatorias. Las fechas, las notas y los nombres siempre me han parecido pequeñas cartas introductorias. Al menos “para mí”, que tiendo a arruinar las sorpresas avisando antes de qué se trata, las dedicatorias de los libros son cartitas. Suponía que esa era una de las marcas catastrales de cualquier cementerio (la ausencia de cartas). Pero incluso allí es posible esperar recibir alguna carta.

Nad Owens, el protagonista de la historia, podría continuar perfectamente su amistad con la pequeña Scarlett por correspondencia. Nadie duda que sea un ñoño encantador: escuela por la mañana y al regresar, clases de magia hasta bien avanzada la noche. Su color preferido (es obvio y por esa razón el narrador se olvida de precisar el dato) es el marrón, los tonos sepia que adoptan las fotos viejas.

Veamos cómo viste: “El niño que entró en la tienda aquella mañana era uno de los personajes más extraños que el comerciante recordaba haber visto en su vida (…) aparentaba unos siete años y vestía la ropa de su abuelo; olía a cobertizo (…) Ocultaba las manos en los bolsillos de una polvorienta chaqueta marrón” (p. 115).

"-Me he tomado la libertad de prepararte la maleta" (p. 284) le comenta hacia el final del libro su tutor Silas, que comprende como nadie la devoción por las mochilas y los bolsos enormes: “A la luz de las velas, vio a su tutor, que estaba de pie junto a un gran baúl de cuero, tan grande que podría haber contenido el cuerpo de un hombre adulto” (p. 283).

Nadie parece temer tanto como un ñoño los abrazos. “-¿Puedo abrazarte? -¿Quieres abrazarme? -Sí. -Bueno, en ese caso, se lo pensó un momento antes de terminar la frase-, no me importa que lo hagas.” (p. 221) En su sano juicio, nadie intentará vencer la timidez con ejercicios de mímesis apropiativa, presentada señalada, en el comienzo del relato, como una estrategia defensiva. “Silas le insistió en que debía pasar desapercibido, le dijo que tenía que hacerse prácticamente invisible para sus compañeros y profesores” (p. 181), requisito pedagógico que, antes de perfeccionarse en el mágico arte de la Desaparición, nadie parece poder cumplir de manera excelente ya que, en la escuela “ni siquiera repararon en que no habían reparado en él. En clase se sentaba en una de las últimas filas y no participaba demasiado; sólo intervenía cuando le preguntaban directamente a él, y aun así, sus respuestas eran breves y discretas, desaparecía de la vista y del recuerdo.” (p. 170).

La ñoñez es como un combo que incluye varias dolencia entre sus manías. Nadie decide imitar a un tutor que es indeciso con sus sentimientos: “En los labios de Silas asomaba algo que podía ser una sonrisa, o un gesto de tristeza o, simplemente, un efecto óptico provocado por las sombras” (p. 287). Nadie criado entre muertos desde niño podría ser la replica exacta de las enseñanzas que se le imparten. “Una sonrisa quería asomar a sus labios, pero era una sonrisa tímida aún, pues el mundo era un lugar mucho más grande que un pequeño cementerio” (p. 288)

Nadie crece olvidando que una amiga (Scarlett en la novela) supo verlo a los ojos como a un amigo imaginario. Deben separarse, crecer y cuando finalmente tiene lugar el reencuentro, la fatalidad decide que el “poder de anticipación” del niño (quizás nadie pueda detentarlo completamente) impida que puedan volverse a ver. “-Tú sabías lo que iba a pasar. Pero esta vez Nad no dijo nada. Scarlett lo miró, como si no supiera muy bien qué era lo que estaba mirando. –Así que lo sabías. (…) ¿Y qué he sido yo, un simple anzuelo?” (p. 269)

Procurando ser un buen niño, el ñoño aprenderá, finalmente, que nadie puede saberlo todo. Tal vez, allí descanse la única enseñanza posible que yace dormida desde hace siglos en los dejá-vu con los que Nadie, si camina como un ñoño, seguirá tropezando.