Clases de vuelo.


Salvo las centellas, las cosas brillantes nunca salen de repente. Asique tiene que haber sido el jueves porque el viernes llovía. Estaba en Capital para empezar trámites y pasar unos días en el departamento. Me había comprometido a pagar las expensas de un amigo. Eran meses atrasados y el administrador me pidió si podía acercarme hasta una oficina en el centro. Fue fácil volver maniobrando un helado porque el colectivo iba bien vacío. Recuerdo que marqué el boleto con tarjeta (por fin volaron las moneditas). Iba a sentarme en el fondo pero un viejito me frenó silbando. Vestía como un profesor de educación física y era, en efecto, el hombre de espíritu despejado que, durante años, había enseñado natación en el club atlético cercano a mi domicilio. No logró distinguirme entre los antiguos integrantes de una posta "arrasadora" de la que, obviamente, yo recordaba poco y, tal vez por esa razón, apuntado al helado me lanzó el compromiso de ir el sábado a nadar middley en un torneo en la localidad de Azul.
Era imposible volver en tren, algo que me hubiese gustado mucho porque, en el último viaje, descubrí a la altura de Bragado un marmolado de pequeñas luces químicas y además, comprobé que los venenos del campo nunca podrán matar totalmente a las mariposas: siguen entrando por las ventanillas junto con los "panaderos", viajan flotando en el rocío vaporoso de los eucaliptos semiquemados del verano.
En colectivo, en cambio, el campo siempre será eso que está al lado de la ruta.
Bajé en la terminal a las cinco. Seguramente, alguno de mis amigos ya había empezado a cansarse de la música del Castillo Vagabundo. Alegre por mi ocurrencia pero dolorido por haber estado buena parte de la noche tropezando con el modesto repertorio de sillas y banquetas que componen el salón del "bar", el camino fueron todos reproches ante la gravedad de no haber previsto antiparras para evitar que la mezcla de cloro y precipitador quemase mis ojos. Habían contratado un micro que estaría a las siete en la puerta del club. Tomé un tody corriendo mientras buscaba el sleep para cerrar la mochila y bajé en el club con apenas quince minutos de retraso.
Los días de competencia, las piletas amanecen excesivamente limpias y debido a una desgracia perfectamente evitable o a la malicia idiota de las autoridades del club anfitrión, siempre han sido los más pequeñitos las pobres almas que inauguran la jornada. Sin los rigores del tiempo de largada, se sumergen entre aplausos mal sincronizados- imposible saber si escuchan, cuando van saliendo a flote, sus nombres alentándo cada braceo. La carrera suele terminar con una cuerda tendida en mitad de pileta y sólo el cobijo de una toalla y la espuma de una lata de gaseosa escapándose junto al agua por las narices logran calmar los sollozos y la respiración entrecortada del miedo que provoca la primer carrera. Viendo nadar a los amigos, el resto del día se pasa robando miguitas de la vianda del pic-nic y pestaneando constantemente para aplacar el ardor, las manchas violetas y el rojo furioso que deja en los ojos el agua con cloro. Nadar un día de mucho frío, idealmente, tormentoso, es lindísimo porque uno quiere salir del agua de inmedianto y además, si bien el líquido tarda más en evaporarse, sin la luz del sol los ojos sufren menos el efecto del cloro.
Los grandes siempre nadan al final y la idea es que puede correr cualquiera. Hace unos años, en un torneo en Nueve de Julio, me dejé ganar por un señor que no aparentaba pero debía tener sus años. Al parecer, en los cincuenta metros espalda, nadie le ganaba.
Bajé en Azul sin prever pero sabiendo que pasaría todo el santo día cronometrando, viendo largadas en falso y gorros perdidos a mitad de carrera. Un gordito adorable llamado Russell, que ganó en los cuatro estilos, se divertía, todo agitado en su ñoñez, aplastando con furia sus deditos blancos y regordetes contra el borde. Enseguida se quitaba las antiparras plateadas speedo, arregladas con elástico porque seguro las había robado en una competencia anterior, y antes que los cronometristas abandonasen la zona de largada para secar los cronómetros y volcar los datos en la mesa de cómputos, con vos dulce y apurada reclamaba los números de sus marcas. Después golpeaba con los brazos el agua, en los cien metros libre hizo exactamente lo mismo, bamboleaba el cuello destapándose los oídos y cruzaba los andariveles para saludar a los otros nadadores. Volver a estar entre silbatos, vueltas americanas y medallas de cobre, alumino y bronce, es un protector solar efectivo...
Como había buena organización, hacia las tres de la tarde ya no quedaban sino un par de pruebas. Me ofrecieron si quería igualmente hacer los cuatro largos solo; no había ninguna otra persona grande que me acompañara; una persona grande nadando sin nadie en los andariveles, no me parecío una buena idea. El club cuentan con dos piletas y yo sabía que la zona de pic-nic está cerquita del natatorio que tiene trampolín. Propuse, entonces, terminar rápido (los chicos habían nadado todo el día y con el agua fría, estaban muertos de hambre), almorzar y a la tarde, antes del ingreso de pileta libre, ensayan un par de saltos desde las plataformas.

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