Treinta años antes de Washington Cucurto, en uno de los textos que anticipa la cocina del “cruento” escenario que viene “azotando” desde hace cincuenta años al país más sonriente del mundo, Andrés Caicedo (1951-1977) escribe: “Me arranco los recuerdos como si fueran alacranes de la cara”. La frecuentación del cine gringo y los noticiosos, con su acostumbrada selección léxica emparentada con el gore, impone en la referencia a Colombia un sistema de metáforas carnales del que, tal vez por influencia del cine de aquella época, la cita de El travesado queda salpicada.
Al tiempo que puede intentar -sin éxito- curarse la timidez recargándose los bolsillos con pastillas, un ñoño debe ingeniárselas para desenredar sus piernas enclenques (desempantanarse) e intentar cogerle el tiro a los ajetreados salones donde detona la rumba caleña. Siguiendo el ritmo afiebrado de los pasos de salsa y merengue, la sintaxis de un ñoño debe ser leída marcando atentamente con un lápiz el compás. “Mejor sáquelo, el Tuercas miraba para todos lados sin encontrar salidas posibles, estaban situados en plena almendra, salir les tomaría el mismo tiempo que les tomó entrar, mejor sería que se alejara, que se le perdiera a Rubencito, cada uno con su suerte, no se pongan bravos, a Guarandiria con Suma y a Yemayá, el guaguancó más bravo, ¿cuánto hacía que no abría los ojos?. Al abrirlos se encontró a la altura de las rodillas de sus semejantes, porción de humanidad la más movible y la más sensible a ese ritmo, entonces, ¿eran ilusiones suyas o era que uno podía alcanzar a trazar un tunel, entre bailoteos y saltos locos, un espacio libre por el que uno podría gatear hasta el otro lado? Sí, las miles de rodillas y de muslos formaban una especie de pasadizo con huesos y cojines de carne. ¡Qué viva la música!
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